De Císter a Fitero
A comienzos del siglo X, el monacato europeo occidental, que había florecido siglos atrás, gracias al establecimiento de la Regla de San Benito de Nursia como forma de vida monacal, experimentó una grave crisis debido a la generalizada inestabilidad política y social. Una crisis que se agravó por la dependencia que los monasterios tenían de los nobles que gobernaban los señoríos en cuya jurisdicción se habían fundado y en los que se encontraban sus tierras y demás posesiones. Además, muchos de estos monasterios habían sido fundados por dichos nobles, con la esperanza de acabar retirándose en ellos, en algún momento de sus vidas. Por lo que las injerencias de estos señores y de sus familiares, en la vida monástica acabaron siendo in-evitables y condujeron a un relajamiento en el cumplimiento de la Regla de San Benito. Hasta que, en 910, el duque de Aquitania, Guillermo I, promovió la fundación del monasterio de Cluny bajo la directa autoridad Papal. Lo que dio lugar a una verdadera reforma monacal que se extendió por toda la Europa cristiana, conforme los monasterios benedictinos se fueron transformando en prioratos dependientes del abad cluniacense, y a los que se sumaron las fundaciones de los nuevos prioratos, dando así lugar a la Orden de Cluny.
A finales del siglo XI, la vida en los monasterios benedictinos se había vuelto a relajar y las injerencias de los seglares había vuelto a inmiscuirse en la vida monacal. De ahí que algunos monjes estuvieran dispuestos a recuperar la estricta observancia de la Regla de San Benito, como forma de regular su vida cotidiana. Así, en 1075, San Roberto abandonó el monasterio de Montier-la Celle, para fundar el monasterio de Molesme. Sin embargo, la ad-quisición de bienes y rentas, así como la llegada de miembros que, como San Roberto, procedían de familias aco-modadas, acabaron por convertir este monasterio en otro más del gran número de prioratos cluniacenses. Lo que hizo que, en 1098, San Roberto, acompañado de una veintena de monjes, abandonara Molesme para establecerse en el ducado de Borgoña, cerca de Dijon, fundando el novum monasterium. El asentamiento se materializó en La Forgeotte, un lugar algo apartado del escogido para construir la que sería la definitiva abadía de Cîteaux (en latín: Cistercium, o, en castellano: Juncal) o monasterio de Cister, al que se trasladarían poco después, hacia 1100.
En 1099 y poco antes de morir, el Papa Urbano II obligó a que San Roberto regresara al priorato cluniacense de Molesme. Por lo que los cistercienses eligieron como su segundo abad a San Alberico, que fue quien logró una bula del nuevo Papa, Pascual II, gracias a la cual, el nuevo monasterio de Cister quedó bajo la protección directa de la Santa Sede, desde 1100. Nueve años después, Esteban Harding se convirtió en el tercer abad de Cister y fue quien, entre 1114 y 1119, redactó la Carta Caritatis, que es la norma fundamental o constitución que dio lugar a la Orden de Cister. Gracias a dicha carta, los monasterios filiales quedaban vinculados entre sí y con la casa madre cisterciense, por medio de la Caridad pero sin tener una dependencia jerárquica como la que tenían los prioratos cluniacenses con respecto al monasterio de Cluny. Lo que supuso una nueva y gran reforma en el mo-nacato de la Europa occidental. Particularmente, una vez que la Carta de Caridad fue aprobada por el Papa Calix-to, en 1119.
Por entonces, al otro lado de los Pirineos, la Europa cristiana también dio un gran avance, gracias a la reconquista de la ciudad de Zaragoza, por parte del rey de Aragón y Pamplona, Alfonso I el Batallador, en diciembre de 1118. Hasta entonces el lugar de Fitero estaba desierto y pertenecía al reino musulmán de Zaragoza, pero pasó a manos del reino cristiano de Aragón y Pamplona poco después de que, al año siguiente, Alfonso I también recon-quistara la zaragozana ciudad de Tudela, así como el valle del Alhama, por el que llegó hasta Soria, repoblándola antes de reconquistar la cercana ciudad de Tarazona, en el vecino valle del Queiles.
Volviendo a la incipiente Orden de Cister, en 1115, ésta sólo tenía cuatro monasterios filiales: La Ferté, Pontigny, Clairvaux o Claraval, cuyo primer abad fue San Bernardo, y Morimond, que, a su vez, se convirtieron, en casas madres de sus respectivos monasterios filiales, expandiéndose así la Orden Cisterciense por toda la Europa cristiana.
Una de las filiales de Morimond fue el monasterio de l’Escaladieu cuyo asentamiento original estuvo en Cabadur, en las faldas del Turmalet, en la vertiente septentrional de los Pirineos. Precisamente, en el monasterio de Cabadur fue donde profesó el que después sería conocido como San Raimundo de Fitero, por ser éste el lugar en el que fundó el primer monasterio cisterciense de la península Ibérica, en 1140 o poco antes, y la Orden Militar de Calatrava, en 1158.
Niencebas
El primer abad y fundador del monasterio de Fitero fue San Raimundo, patrón de la actual villa de Fitero. Sin embargo, la primera ubicación de este monasterio, el primero fundado por la Orden del Císter en la península Ibérica, desde poco antes de octubre de 1140, no estuvo en los términos de esta villa navarra sino en los de la vecina localidad riojana de Alfaro, en los que entonces eran parte de la ya desierta villa castellana de Niencebas, en la diócesis de Calahorra.
El emperador Alfonso VII promovió esta fundación, en los límites de Castilla con los recién escindidos reinos de Aragón y Pamplona (después conocido como Navarra), con el fin de que las Cogullas Blancas de los cistercienses realizaran una labor apaciguadora, al estilo de los actuales Cascos Azules de la ONU.
Durante la estancia de San Raimundo y su convento en el provisional monasterio de Niencebas, en 1145, los cistercienses se expandieron por medio de las fronterizas granjas de La Oliva y Veruela, germen de lo que acabarían siendo sendos monasterios en los reinos de Pamplona y Aragón, como parte de su estrategia pacificadora de Castilla en la frontera con estos dos reinos. También contribuyeron a la unión de las fuerzas de estos tres reinos cristianos, en 1146, para que, al año siguiente, reconquistaran Almería. Motivo por el cual, estos cistercienses recibieron la donación de la Serna del Emperador, que aún conserva su nombre en la vecina pedanía de Cervera del Río Alhama, en las Ventas de los Baños de Fitero.
En 1148, San Raimundo consolidó la posición de su fronterizo monasterio en las actuales tierras riojanas, transformando en su tercera granja, las ruinas del antiguo monasterio benedictino de San Bartolomé de La Noguera (Tudelilla). Del mismo modo que, hacia 1150 hizo lo propio fundando la granja de Casanueva, entre las actuales localidades navarras de Milagro y Villafranca, en el fronterizo valle del río Aragón, cerca de su desembocadura en el Ebro.
Desde 1144, San Raimundo había comenzado la construcción del que sería su asentamiento definitivo en el monasterio de Castellón, en el término de la hoy desierta villa castellana de Tudején, situada frente a los actuales Baños de Fitero y limitando con la villa pamplonesa de Cintruénigo y la aragonesa ciudad de Tarazona, y que, por tal motivo, se conocía como el hito de esta triple frontera, hitero o Fitero. El nombre de Castellón que inicialmente recibió el monasterio de Fitero, se debe a que en el actual montículo de Pañetero o Peña Hitero se conservan los restos de un castellón o antiguo castro celta, cuyas fortificadas ruinas del siglo VI a.C. aún son visibles y que sirvieron para fijar este mojón.
Por entonces los famosos baños romanos de Fitero eran conocidos como Baños de Tudején y, como tales, figuran en el Códice Calixtino, por haberse realizado en ellos un milagro durante la festividad de Santia-go. Quizá una reminiscencia de la pertenencia de la vía romana que pasaba por los Baños de Fitero y que unía la meseta del Duero con el valle del Ebro, a uno de los ramales secundarios del Camino de Santiago.
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